MEMORIA, ARQUITECTURA Y RINCONES por Faustino García Márquez

Texto de la intervención de Faustino García Márquez en la presentación del nº 9 de Rincones del Atlántico, el tercer y último tomo de la trilogía: “Arquitectura y Paisaje”. La arquitectura tradicional en el medio rural de Canarias”. El pasado lunes 28 de diciembre de 2015 en El Museo Canario, Las Palmas de Gran Canaria.

MEMORIA, ARQUITECTURA Y RINCONES

(Rincones del Atlántico nº 9)

Por: Faustino García Márquez

 

 

Memoria

Decían los antiguos que la memoria es una maldición de los dioses. Desde mi satisfecha desmemoria siempre he contemplado con sentido duelo las desgracias del memorioso, que ve su momento de felicidad apagado por el recuerdo detallado de una bandada de momentos mucho más felices, o el minuto de infelicidad multiplicado por la presencia de toda una legión de tristezas cuidadosamente archivadas; que sufre cada decisión aplazada por la consideración de los cien mil antecedentes, precedentes y consecuentes expuestos por un cerebro implacable y cada pensamiento abrumado por miles de rememoraciones vacuas, inútiles, que revolotean incansables oscureciendo la realidad presente. Todo ello sin contar con que la acumulación de rencores jamás olvidados es notablemente peligrosa para la propia salud del odiante y aún más para la de los odiados, que pueden verse seriamente perjudicados cuando la edad disipe un tanto las barreras morales y el memorioso comience acaso a identificarse con un enviado de la Tesorería General de la Seguridad Social dispuesto a reequilibrar por la brava la caja de las pensiones.

Pero lo que para las personas es una evidente y divina maldición, para los pueblos es una necesidad. La memoria, desde la oralidad a internet, es la base de la cultura. Gracias a la memoria transmitimos el lenguaje, el conocimiento, las experiencias, tradiciones y conductas, el patrimonio inmaterial de la familia, tribu, pueblo o nación, todo aquello que nos identifica como seres humanos y como miembros de un grupo humano.  Reconocer una música, recordar un verso, repasar una película, paladear un sabor, volver a un lugar son ejercicios culturales casi cotidianos, porque la cultura no es otra cosa que nuestro medio ambiente, nuestro propio entorno humano.

Un entorno que no es solo transmisión o transgresión, sino aprendizaje y esfuerzo. Necesitamos educarnos, acumular conocimientos y sentimientos para apreciar y disfrutar en toda su plenitud de la belleza que contiene un libro, un cuadro, una película, un sendero, un paisaje. Porque también a la naturaleza la percibimos humanizada a través de nuestros culturizados sentidos y la conocemos filtrada por nuestra aprendida ciencia. Por eso el Convenio Europeo de Florencia define al paisaje como «cualquier parte del territorio, tal y como es percibida por las poblaciones». Estamos rodeados de cultura, somos cultura.

Y porque somos cultura, tenemos el deber de exigir que se nos facilite y garantice el acceso a ella a todos los ciudadanos, de todas las clases sociales, géneros y edades. Es el derecho a ser mejores, a ser más felices, a apreciar mejor lo que nos rodea, lo que fuimos, lo que somos, lo que podemos llegar a ser. Es el derecho a utilizar un medio personal y colectivo de superación y satisfacción, pero también de desarrollo y empleo, de riqueza material e inmaterial. Y, por ello, la defensa de ese derecho, de ese instrumento económico y de ese patrimonio colectivo que es la cultura constituye una obligación de los poderes públicos.

Arquitectura

Ah, pero estamos en la ultraperiferia, señoras y caballeros, según dice la Europa Mercante y confirman los mapas. Y, en coherencia, tenemos derechos bastante ultraperiféricos y poderes públicos absolutamente ultraperiféricos, que nos garantizan, si acaso, una cultura manipulada y populista, que no popular. Y digo si acaso, porque más que las fiestas, casi siempre religiosas, y las romerías, raramente auténticas, lo único que tenemos realmente garantizado en nuestro ultraperiférico mundo cultural es la melopea, ese canturreo monótono de palabras repetidas, como identidad y sostenibilidad, carentes de acciones que las materialicen o acompañadas de acciones que las contradicen, y con el que los gobernantes mediocres pretenden provocar en los ciudadanos una paralizante borrachera, tal como lo describiera en una reciente entrevista el ex-presidente de Uruguay, José Mujica.

En este nuestro ultraperiférico mundo, una de las manifestaciones culturales más amenazadas por la inacción o la contradicción política es el patrimonio edificado en el medio rural, un legado que ha sufrido un brutal cambio tecnológico, social y cultural que empezó con la escasez y sustitución  de los materiales con los que se construyó: la madera, la piedra y el barro fueron reemplazadas por la cal, el cemento y los bloques, de canto primero y de hormigón después. Siguió con el cambio social y económico desencadenado a mitad del pasado siglo, cuando los servicios y la construcción sustituyeron al sector primario como motores de la economía y se produjo una migración masiva hacia las ciudades y las actividades costeras. Y culminó con el cambio cultural que, en los mismos años, apreció desmesuradamente lo nuevo, por el mero hecho de serlo, y despreció lo viejo como representación de un modo de vida felizmente superado.

La desaparición de la sociedad y la cultura que le habían dado su razón de ser, fue dejando a esa arquitectura sin sustento social ni papel funcional. La hermosa, sencilla y frágil arquitectura tradicional rural se fue secando, quedó condenada al abandono, la ruina y, finalmente, la sustitución cuando el territorio agrícola fue recolonizado como espacio de residencia y ocio de una sociedad urbana en vertiginoso crecimiento demográfico. Quedaban tres vías para, si no perpetuar esa expresión cultural, al menos protegerla: la conservación, la continuación y la memoria.

La conservación física de muestras representativas del patrimonio edificado ha resultado insuficiente. Frente a la magnitud y extensión del patrimonio afectado y la complejidad y alto coste de la rehabilitación, las iniciativas privadas poco han podido hacer y las acciones públicas, con notables, loables pero insuficientes excepciones, han sido escasas, desarticuladas y pobremente dotadas. Casi todo se ha ido en dar una apariencia de protección mediante prohibiciones, regulaciones y legislaciones ineficaces e incumplidas, cuando no contradictorias, una vez  más, con el objetivo de conservación presuntamente perseguido. Como resultado, las víctimas se cuentan por miles y nuestra memoria no da abasto para reponer en el paisaje las huellas desaparecidas y borrar, en ocasiones, sus ominosos sustitutos.

La continuación por la vía de una nueva arquitectura rural tampoco se ha revelado posible. Fracasó primero el neocanario, urbano, burgués y pretencioso hasta el falseamiento de su propio y supuesto origen tradicional. A la vista de los incipientes modelos que se desarrollaban en Fuerteventura a mediados de los 70 del pasado siglo, producto de una posible fusión de las formas rurales y urbanas, José Miguel Fernández Aceytuno propuso una investigación en profundidad que no llegó a desarrollarse, por falta de apoyos institucionales. Quedaron tan solo, en esta vía continuadora, las iniciativas personales de los interiores de César Manrique, en los que fundió brillantemente los materiales tradicionales en espacios contemporáneos, o de arquitectos como Miguel Martín o Manolo Roca que, en dos épocas diferentes, usaron con sensibilidad y eficacia invariantes tradicionales, de origen generalmente urbano, en edificios de arquitectura igualmente contemporánea.

Hoy, la nueva arquitectura canaria ya no tiene la fisonomía canónica y repetida durante siglos que caracteriza a la edificación en el medio rural, sino que pretende dar respuesta, de forma variada y diferente, a las condiciones del clima, el lugar y el paisaje. Es una arquitectura inteligente, bioclimática y energéticamente eficiente pero, aunque utilice a veces soluciones aprendidas de la arquitectura popular, no es una continuación formal de una irrepetible tradición que estuvo durante siglos enraizada en un contexto social, económico y cultural que ya no existe.

Limitada la conservación y alterada la continuidad, le quedó a la memoria la responsabilidad, el peso fundamental de la protección y transmisión de ese patrimonio cultural secular. Le quedó a la memoria, fundamentalmente, la recuperación de datos del patrimonio desaparecido, la recopilación de ejemplos del patrimonio amenazado y el análisis de unos y otros.

Se trataba y se trata de atesorar conocimientos, testimonios e imágenes, pero no con una pretensión erudita, de puro almacenamiento documental, sino con el objeto de exponer, analizar y explicar una manifestación cultural del pasado, de manera que se pueda mantener y acrecentar su valor como referente actual del grupo social, incluyendo su sentido y significación en la sociedad, el lugar y el tiempo en que se desarrolló. No menos importante es que el análisis permita proyectar hacia el presente y el futuro las enseñanzas de esa arquitectura sabia, respetuosa con el entorno, adecuada al lugar, eficaz en la satisfacción de las necesidades, eficiente en la economía de los medios, ejemplar en su simplicidad y belleza. Y todo ello solo puede tener para mi generación el objeto de ayudar a que nuestros descendientes puedan hacerlo mejor que nosotros, que hemos sido, por acción u omisión, la gente más destructiva del territorio, por ahora y esperemos que para siempre, de la historia de Canarias.

Rincones

Y a la hora de preservar la memoria patrimonial, ha tenido que surgir de nuevo la sociedad civil, la iniciativa ciudadana, a desfacer entuertos públicos, y por eso no es casualidad que esta noche nos albergue este Museo, esta casa cívica, ciudadana y sabia, que no santa, por suerte. Y entre esas iniciativas privadas, destaca la presencia luminosa de Rincones del Atlántico.

Cuando se hojea por primera vez esta autodenominada revista, se comprende que es mucho más que lo que proclama. Conforme se abren sus páginas nos asaltan un montón de  hermosas imágenes y de sugerentes ideas acerca de nuestro entorno natural  y cultural, desde la botánica a la agricultura, desde el arte a la literatura, desde el patrimonio al territorio, cada una descubriéndonos un rincón, un pliegue de nuestra propia realidad.

A lo largo de doce años, un número tras otro, un año tras otro, con los huecos propios de la crisis económica y de los brutales recortes de derechos, y el de la cultura el primero, ha ido aumentando la calidad y cantidad de belleza, conocimiento y reflexión. Hemos seguido el proceso como si fuera algo normal, cotidiano, acaso porque en los tiempos que corren –que frase tan viejuna, que diría mi nieta- no se suelen valorar en su justa medida hechos que suceden a nuestro alrededor  cuando quienes protagonizan o desencadenan tales acciones, por más brillantes que sean, no usan de la desmesura a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación, las redes sociales y demás inventos del maligno. El ruido se ha convertido en norma de nuestras vidas. Y me refiero, obviamente, al ruido mediático, al grito sistemático, al exhibicionismo permanente, a la vacía y siempre escandalosa bobería.

Y cuando un gran hecho, como Rincones, sucede sin ruido, fluyendo con la tranquilidad del agua en una acequia, rara vez lo vemos, lo apreciamos y lo valoramos en ese mismo momento, por más que disfrutemos del rumor del agua en el oído. No estamos acostumbrados: ningún flash ha estallado en nuestros ojos, ningún grito ha retumbado en nuestros tímpanos, ningún slogan ha machacado nuestra inteligencia. Luego no es importante, no puede ser importante.

Con solo la trayectoria primera de ese libro travestido de revista, ya se había ganado Rincones su importante lugar en nuestro panorama cultural, pero en 2008 decidió interrumpir la secuencia de números generales para iniciar una serie específica sobre la arquitectura tradicional en el medio rural canario que, originalmente, iba a estar integrada por dos tomos con formato de libro. El primero, el número 5 de Rincones, fue una introducción general, mientras que el siguiente, dedicado a la arquitectura de las islas, se desdobló en dos: el número 8, un segundo tomo dedicado a las islas occidentales, que se presentó en esta misma sala hace un año y medio, y el tercero, el número 9, sobre la arquitectura y el paisaje de las islas de Lanzarote, Fuerteventura y Gran Canaria, cuya presentación en sociedad celebramos hoy.

Porque hoy es o debería ser, para todos nosotros, un día de fiesta. Por fin, pese a la crisis, pese a las elecciones y pese a las navidades, que ya es pesar, podemos esta noche celebrar la culminación de una trilogía más importante que las de la familia Skywalker, con perdón, aunque menos taquillera. Así, sin ruido ni flashes, hoy Rincones del Atlántico nos regala -en el sentido metafórico de la palabra, hagan el favor de pagar su escuálido precio-  el tomo tercero y final de lo que constituye, sin la menor duda, un hito en la cultura canaria, la obra de referencia sobre el patrimonio paisajístico y edificado en el medio rural canario, el estudio más completo y con mayor contenido gráfico y analítico que se haya realizado para recoger y exponer la memoria del patrimonio perdido y subsistente.

Estamos ante un magnífico compendio, no solo de memoria y rigor, sino también de amor, porque ustedes saben o deberían saber que Rincones no es solo una publicación, sino una persona. El alma, corazón y vida de Rincones es Daniel Fernández, su creador, editor e impulsor incansable, una persona entrañable con la que es una gozada compartir un buen pateo a la búsqueda de una perspectiva perdida, de una maravilla escondida o, simplemente, de un paisaje nuestro.

Solo dos reproches pueden hacerse a tan estupenda persona. El primero es el volumen y peso de su magnífica obra, en tanto que amenaza gravemente la compleja estabilidad de mi salomónica columna vertebral. Perdonarle me costará tantos días como me dure el dolor del costado y, para reducir el plazo, hasta me he venido provisto de mi correspondiente mochila porteadora, como si fuera un presidente cualquiera, con sonrisa etrusca incluida.

El otro reproche, que tampoco lo es, es su tranquilidad sin ruido, que tendremos que suplir sus lectores, amigos y admiradores, para lograr que esta obra, gestada y gestionada página a página, escrita e ilustrada por personas más dadas a pensar y sentir que a presumir y pavonear, pueda ser conocida, compartida y disfrutada por el mayor número posible de canarios, para que nadie pierda la oportunidad de conocer el qué, el cómo y el por qué de ese precioso patrimonio edificado rural que no podemos permitir que se desvanezca en nuestra memoria ni deje de ocupar el relevante lugar que le corresponde en nuestra cultura.

Texto de la intervención de Faustino García Márquez en la presentación del nº 9 de Rincones del Atlántico, el tercer y ú…

Posted by RINCONES DEL ATLANTICO CANARIAS on Sábado, 16 de enero de 2016

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