Texto de la intervención de Faustino García Márquez en la presentación del nº 8 de Rincones del Atlántico: «Arquitectura y Paisaje». La arquitectura tradicional en el medio rural de Canarias». El jueves 12 de junio de 2014 en El Museo Canario, Las Palmas de Gran Canaria.
Rincones del Atlántico 8: memoria de una arquitectura que desaparece.
Hablar de arquitectura popular en el medio rural canario es hablar de un patrimonio cultural particularmente valioso y significativo. Un patrimonio, en primer lugar, más criollo que mestizo y muy parecido, por ello, a nuestra forma de hablar el español. Los elementos aborígenes de nuestra arquitectura y de nuestra lengua no son abundantes. Nos quedan las cuevas, usadas y habitadas una y otra vez hasta hoy, nos quedan los caminos, los caserones, las chozas y los goros aún reconocibles, como en la lengua nos quedan nombres de sitios, animales, plantas, edificaciones y alimentos. El resto de las arquitecturas y de las palabras vinieron de fuera, pero pronto adquirieron su propio carácter, se definieron como canarias y nos definieron también diferencialmente a nosotros. Porque el hecho de que sean más criollas que mestizas no las hace menos nuestras, menos definidoras de nuestra identidad, sino todo lo contrario.
Un patrimonio enraizado.
Las razones son obvias. Las arquitecturas, de un lado, tuvieron que adaptarse a las características de las islas y, por otra parte, ese proceso de adaptación, durante casi cinco siglos, se realizó desde su esencial aislamiento, a miles de kilómetros de los modelos originales, sin que durante todo este tiempo se importaran mas que algunas y muy tardías innovaciones materiales, como el vidrio, el hierro o la teja plana, mientras que otros elementos, como los techos de paja o colmo, se resistieron denodadamente a desaparecer, pese a su temprana y reiterada prohibición administrativa.
Lo que define, por tanto, a esta arquitectura es su profundo contacto con nuestro medio natural, social y económico. Las formas y las técnicas importadas tuvieron que plegarse a piedras diferentes, a maderas propias, a barros distintos. El espacio construido fue modelado una y otra vez para crecer orgánicamente al mismo ritmo que sus habitantes, para responder a los cambiantes modos de producción de una sociedad en formación y para dar respuesta a una naturaleza singular y variada, adaptándose al territorio, a la geografía, al clima y al lugar como ninguna otra arquitectura ha sido capaz de hacerlo en la historia de las islas, acumulando un consciente y sabio conocimiento del lugar. Tenía que ser así, porque dependían de ello para tener éxito, para sobrevivir. Equivocarse en el trazado de la acequia, la construcción del cercado o la elección del sitio y la orientación de la casa o del alpendre podía tener unas consecuencias desastrosas para la economía y la vida de las personas.
Por otra parte, hablamos de una sociedad agraria en formación, en lucha constante y en condiciones económicas permanentemente precarias. Por tanto, hablamos de una construcción simple, modesta, limitada, incluso pobre. Pero esa limitación constructiva no fue en absoluto impedimento para generar una arquitectura profundamente bella, tanto en sus propias formas como en la disposición de sus espacios y en la relación con el entorno natural y cultivado existente o creado a su alrededor, hasta lograr convertir a las edificaciones en elementos esenciales del paisaje y al paisaje en parte esencial de la propia arquitectura.
Como consecuencia de este largo, continuo y aislado proceso de adaptación, no ha habido una arquitectura sola, sino tantas como lugares, pero no tan diversas como podría esperarse. Las características geográficas, climáticas y productivas de cada lugar eran diferentes, como lo fueron los materiales disponibles en cada sitio y la tradición de las familias de carpinteros y albañiles que en cada comarca trabajaron, incomunicados unos de otros durante siglos por el mar, los riscos y los barrancos. Y, sin embargo, todas estas arquitecturas, tan separadas y desigualmente evolucionadas, se diferencian mucho menos de lo que aparentan, guardando siempre un parecido profundo, compartiendo un ADN común de una isla a otra, de la cumbre a la costa.
Pero justamente ese hondo enraizamiento en la realidad ambiental, social y económica de las Islas, que le otorga a nuestro patrimonio arquitectónico su enorme dimensión cultural e identitaria, ha sido también, como en las folletines del XIX, la causa de su perdición, en el sentido literal y físico de la palabra. Y este es el segundo punto que habría que resaltar: estamos hablando de un patrimonio en extinción, de un patrimonio que se está perdiendo, que se desvanece.
Un patrimonio que se desvanece.
Después de casi cinco siglos de lenta y aislada evolución de las arquitecturas populares insulares, nuestro pequeño mundo comenzó a cambiar con una velocidad creciente. Desde de finales del siglo XIX y, sobre todo, a partir de mediados del siglo XX, cambiaron las comunicaciones externas e internas, cambió nuestra economía, y fuimos pasando desde las agriculturas costeras de exportación al cultivo no menos costero del turismo y la construcción. Cambiaron también los materiales: la piedra, el barro y la madera dejaron sitio a los bloques, el hormigón y el aluminio. Y las recién abiertas carreteras sirvieron, como siempre, para vaciar los interiores de las islas, para atraer a sus pobladores hacia los nuevos trabajos y los nuevos barrios improvisados donde, no lo olvidemos nunca, sus hijos tuvieron por fin la oportunidad de vivir otra vida, mucho mejor que la de sus padres y sus abuelos. Porque habitar ese medio rural y ese patrimonio edificado podría parecernos hermoso a nosotros, sus privilegiados visitantes ocasionales, pero era duro, enormemente duro para ellos. Y esa oportunidad de una nueva vida tuvo un alto precio.
Hemos perdido la mayor parte de nuestro patrimonio arquitectónico popular justamente porque estaba profundamente enraizado en la tierra y en la sociedad, y se le secaron las raíces: dejó de ser útil, dejó de ser necesario, dejó de ser adecuado y dejó de ser querido. Se quedó viejo, se quedó solo, y lo abatieron las lluvias y los vientos o los hombres y las modas; que tanto da.
Porque no solo cambió la economía; cambió la sociedad, cambiamos nosotros y nuestros sentimientos: todo lo moderno, brillante y útil estaba abajo, en la costa y las playas; todo lo viejo, oscuro e inútil estaba arriba, en las medianías y la cumbre. En los primeros 70 del pasado siglo, los habitantes de las cuevas nos miraban de canto cuando les pedíamos permiso para entrar, fotografiarlas y dibujarlas. Alguno nos contestó, desafiante, si veníamos a reírnos de ellos. Tenían conciencia de que la historia y la sociedad habían cambiado y los habían dejado fuera; pero la conversación terminaba rompiendo la coraza y debajo volvía a aflorar el viejo orgullo que aún llenaba de flores los patios y de recuerdos las estancias.
Nosotros, los profesionales, también contribuimos activamente a la pérdida de valor social de la arquitectura popular. Desde los años 20 del mismo siglo pasado, y como reflejo de la rancia escuela regionalista española, se comenzó a reinventar una arquitectura pretendida y pretenciosamente tradicional. Tras la guerra civil, esta corriente se transformó en el estilo oficial, el nacional-folklorismo: a los forjadores de aquel sepulcral imperio no les iba una arquitectura tan simple, funcional y hermosa como la desarrollada en el medio rural canario; había que complicarla, recargarla, desfigurarla. Y aparecieron masas edificadas fuera de escala, complicados juegos de volúmenes, arcos y curvas desconocidos, festines de piedra labrada, balcones abarrotados de madera y aleros increíbles con filas y filas de tejas. Estos complejos modelos cultos contribuyeron también a desprestigiar los limpios ejemplos de la arquitectura popular y han pervivido hasta hoy en forma de una querencia popular barroca expresada, cuanto menos, en espeluznantes ataques de balaustres en formación militar.
Mientras el patrimonio rural más aislado se abandonaba y arruinaba, la mejora de la accesibilidad y el boom demográfico comenzaron a llenar los asentamientos y los márgenes de las carreteras de gente que construía nuevas casas, ampliaba las viejas o, simplemente, las derribaba y sustituía. En uno y otro caso, usaron las formas y materiales de los nuevos modelos populares urbanos, los del bloque, el hormigón, la pared lisa, la azotea plana y la ventana de aluminio; los únicos modelos asequibles para la mayor parte de la población, porque rehabilitar, en el caso de que se hubiera querido, era un lujo inalcanzable. Aparecieron esas imposibles construcciones alongadas sobre las laderas de los barrancos, milagrosamente sostenidas por pírganos zancos de hormigón, y esas casas garajeras, empenicadas sobre una altísima planta baja que sigue esperando, melancólica, que el hijo pródigo, fracasado o hastiado de la construcción o el turismo, vuelva a la casa paterna y transforme el vacío en laborioso taller mecánico. Unas y otras fueron respuestas necesarias, desde el punto de vista económico y social, para solucionar un aterrador problema de vivienda que la sociedad cargó sobre las espaldas de los ciudadanos más necesitados.
La recuperación del patrimonio.
Y así, desde la conciencia de un patrimonio culturalmente valioso y socialmente significativo sometido a un proceso inexorable de abandono, mixtificación y sustitución, llegamos a la encrucijada final: qué hacer, que diría Vladimir Ilich Ulianov. Se creía en la antigüedad, o sea, hasta hace cinco o seis años, que la salvaguarda del patrimonio común era, fundamentalmente, una obligación de los poderes públicos, mediante intervenciones directas de rehabilitación, mediante medidas económicas y legales de fomento de su conservación y, en última instancia, mediante el apoyo a los trabajos de investigación, documentación y difusión que contribuyeran a recuperar el aprecio, el conocimiento y la memoria de dicho patrimonio.
Y algo se hizo, todo hay que decirlo, especialmente en los núcleos poblados, con algunas compras, arreglos, rehabilitaciones y reutilizaciones más o menos afortunadas. Pero en los últimos años, también se deshizo y aún se amenaza con deshacer. Ustedes habrán oído hablar, seguramente, del Catálogo de Especies Protegidas que hace cuatro años sacó nuestro amado Gobierno regional con el benemérito fin de que una serie de pobres animales y plantas aborígenes en peligro de extinción se vieran arrojados a las tinieblas exteriores para que un puerto y algún innecesario megaproyecto más resultaran mejorados. Lo que quizás no sepan es que el patrimonio rural edificado ha seguido un camino paralelo. Y se los explico: en la legislación canaria del territorio se prohibió la edificación de nuevas viviendas en el medio rural, excepto en los asentamientos reconocidos por el planeamiento, pero se permitió la rehabilitación con destino a vivienda del patrimonio edificado con valor arquitectónico o etnográfico, como forma de conservarlo. Pues bien, hace cinco años, en la Ley de Medidas Urgentes, y ahora mismo, en la Ley de Armonización que se está tramitando en el Parlamento regional, se permite que dichas edificaciones sean no solo rehabilitadas, sino totalmente demolidas y reconstruidas. O sea, que para conservar el patrimonio cultural edificado, nada mejor que demolerlo y hacer una copia más o menos desafortunada de lo que había. Esperemos que ningún consejero o parlamentario canario llegue nunca a tener responsabilidad alguna en este Museo Canario, o en el Museo del Prado, si alguno llegara tan lejos, porque no dejaría momia ni menina con cabeza.
La otra preclara contribución del actual Gobierno regional a la conservación de nuestro patrimonio edificado ha sido el cierre del chorro económico o, más bien, del avaro riego por goteo, porque jamás se regó la cultura a manta en estas Islas. La excusa, no hace falta que se los diga y por eso se los digo, es la crisis, la justificación perfecta de todo este largo rimero de despojos y saqueos, de este sangriento ajuste de cuentas tan largamente soñado al que estamos asistiendo. Y entre las víctimas, la cultura canaria. ¿Para qué subvencionar la cultura si ya se subvencionan tradiciones inventadas, romerías imposibles, disfraces campesinos, ordeñadas en directo y programas televisivos de encefalograma plano? Como dijo Harold Pinter “para mantener ese poder es esencial que la gente permanezca en la ignorancia, que vivan en la ignorancia de la verdad, incluso de la verdad de sus propias vidas”.
Rincones y la sociedad civil.
Frente a la inacción o la perniciosa acción de los poderes públicos, solo quedamos los ciudadanos, solo queda la sociedad civil. Una sociedad civil que fue capaz de crear y es capaz aún de contribuir a mantener el Museo Canario; una sociedad civil que ha sido y sigue siendo capaz de sustituir a la iniciativa oficial en materia de patrimonio popular edificado, en lo que tiene que ser el principal objetivo: su estudio, documentación y difusión.
Esta acción, en su dimensión contemporánea, se inició hace 40 años, con un artículo de José Pérez Vidal, aportando datos para el estudio de la vivienda canaria en el Anuario de Estudios Atlánticos de 1967. Siguieron una serie de publicaciones, que abrió César Manrique en 1974, con su magnífico libro sobre la arquitectura inédita de Lanzarote y siguieron Adrián Alemán escribiendo sobre Masca, en 1975, Fernando Gabriel Martín con su completísimo libro sobre la arquitectura doméstica canaria, de 1978, y José Miguel Alonso Fernández Aceytuno con su estudio sobre la arquitectura popular de Fuerteventura, de 1979. En medio, en 1977, nos tocó a un pequeño grupo de fotógrafos y arquitectos de diferentes islas realizar el capítulo sobre la arquitectura popular canaria en el V tomo del monumental libro de Carlos Flores sobre la Arquitectura Popular Española. Allí estábamos Paco Ojeda, Francisco Rojas Fariña y Carlos Schwartz, Luis Alemany y Sebastián Matías Delgado.
Treinta años y bastantes libros después, en 2008, salió el primer monográfico que dedicó Rincones del Atlántico a la Arquitectura y el Paisaje canarios, del que se presenta el segundo tomo y del que veremos en diciembre el tercero. Se trata, sin duda, de la obra más extensa y completa que se haya realizado nunca sobre la arquitectura popular canaria, y la más ampliamente ilustrada, no solo con fotografías actuales, sino con un gran número de imágenes de arquitecturas desaparecidas, desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, y con planos y perspectivas comparadas de los paisajes rurales antes y después de que el mundo cambiara. Y esta tarea, como los otros seis números de la revista Rincones del Atlántico, ha sido, a lo largo de más de diez años, el maná que esperábamos. Aunque no era un milagro, sino algo mucho más hermoso y humano: una auténtica heroicidad, una victoria tras otra sobre las políticas activas y pasivas de desculturación y de manipulación de la identidad.
Han sido diez años de pertinaz, entusiasta y personal empeño del editor de Rincones para sacar a pulso los ocho números anteriores, y la larga convivencia con la heroicidad podría reducir nuestra apreciación de lo realizado, pero no hay mengua de tamaño ni de brillo que valga, porque en las actuales circunstancias políticas, que no económicas, la edición de este número 8 de la Revista, segundo volumen de “La Arquitectura tradicional en el medio rural de Canarias”, y la promesa inmediata del tercero le devuelven a la empresa todo su ciclópeo tamaño, su brillante apresto y su encendido color; nos devuelven a todos nosotros la impagable memoria de una arquitectura que desaparece; y le devuelven a Daniel Fernández Galván ese carácter imprescindible que reservó Bertolt Brecht para los luchadores incansables.