El pasado 12 de abril tuvo lugar en el Espacio Cultural de Cajacanarias la tercera mesa redonda de ENCIENDE LA TIERRA. Corrió a cargo de Ray Morgan y Faustino García Márquez.
Aquí pueden escuchar el audio de la magnífica exposición de Faustino García Márquez: http://dacil04.blogspot.com/2011/04/otro-mundo-es-posible-faustino-garcia.html
Muy interesante y recomendable.
Muchas gracias a nuestra amiga Dácil, como siempre, por grabar y que así puedan llegar a mucha más gente las lúcidas palabras de Faustino.
Y muchas gracias a Faustino que nos ha enviado el texto de su exposición, por petición nuestra, para publicarlo en el nuevo blog de Rincones del Atlántico.
Faustino García Márquez, CajaCanarias, 12.4.2011.
¿OTRO MUNDO ES POSIBLE, AQUÍ?
¿Es posible otro mundo? Nuestra obligación es contestar que sí, por la sencilla razón de este mundo es imposible, por insostenible; pero el hecho de que el estado y las perspectivas del mundo actual nos obligue a transformarlo en otro, no significa que el camino a recorrer sea claro ni fácil. Para hacerlo, como para recorrer cualquier camino, necesitamos saber de dónde partimos, a dónde queremos ir y por dónde podemos llegar.
I. De dónde partimos.
Me van a permitir que enfoque mi aportación a esta mesa de debate desde la perspectiva del territorio, y no sólo porque es la disciplina en la que he tenido ocasión de acumular una cierta experiencia profesional, sino porque el territorio constituye, además de nuestro recurso natural básico, el elemento diferencial canario a la hora de definir el cambio necesario y el proceso de avance hacia otro mundo posible, por tres razones:
En primer lugar, su situación geográfica y su carácter insular, que determinan la confortabilidad de su clima, imponen una considerable lejanía respecto de nuestros principales mercados y una patente cercanía al continente africano.
En segundo lugar, porque la situación, la insularidad y el origen volcánico han determinado su singularidad geológica y geomorfológica, la enorme riqueza biológica que contiene y la significación estética, económica, cultural y social de sus paisajes, tanto naturales como humanizados.
Por último, porque la intensa presencia del hombre, de 2.400.000 personas, entre residentes y turistas diarios y la peculiaridad de un poblamiento disperso en las áreas interiores y altamente concentrado en las capitales insulares y otras zonas del litoral, es la característica más determinante de este territorio, desde la perspectiva del cambio que hay que acometer.
Estas características y su evolución a lo largo de la historia, han determinado, en buena medida, nuestra especialización como economía de servicios y destino turístico, y también la íntima amalgama que forman nuestra dependencia exterior, nuestra forma de contribuir al calentamiento global y nuestra vulnerabilidad ante los efectos de este cambio climático y de los restantes cambios críticos que sufren la economía, el agua, la energía, los alimentos y la urbanización del planeta.
Dependemos económicamente de las decisiones de unos turistas y unos operadores externos, a los que podemos atraer, seducir, incentivar y hasta subvencionar, pero no controlar. Y, para que se decidan en nuestro favor, necesitamos de unos atractivos climáticos, naturales y paisajísticos que van a evolucionar negativamente por efecto del calentamiento y, posiblemente, de nuestra mala cabeza.
Dependemos también del exterior para recibir la mayor parte de los alimentos que consumimos, en una proporción que no ha hecho sino aumentar en los últimos años: entre 1992 y 2006, nuestras importaciones de hortalizas se incrementaron del 30 al 40%; las de cereales, del 98 al 100%; las de leche, del 90 al 93% y las de huevos, del 5 al 25%. En ese mismo período, perdimos el 22% de nuestra superficie agraria útil, que descendió desde 93.000 a 73.000 hectáreas.
Pero ninguna de nuestras dependencias es mayor que la energética. El 94% de nuestra producción de electricidad procede del petróleo, frente al 7% de media estatal, y solo generamos con nuestros propios medios renovables el 6% restante, cuando el conjunto del Estado, con un potencial de renovables mucho menor que el nuestro, alcanza casi el 17%, sin contar la hidroeléctrica.
En estas condiciones, no nos podrá extrañar que nuestra huella ecológica, según el Ministerio de Medio Ambiente, sea 10’4 veces mayor que la superficie del archipiélago. Necesitaríamos 77.450 km2, en lugar de los 7.447 que tenemos, para producir los recursos que consumimos y absorber los residuos que generamos. Esta huella da idea del grado de dependencia y, si la sumamos a la insularidad y la lejanía, hace patente la dimensión de la fragilidad y vulnerabilidad, no sólo de nuestros atractivos climáticos, naturales y paisajísticos, sino de todo nuestro sistema social y económico ante cualquier emergencia que interrumpa suministros o requiera de auxilios externos.
Tampoco podrá extrañarnos que el 53% de las emisiones canarias de gases de efecto invernadero estén provocadas por el consumo eléctrico y la producción industrial de agua, frente al 45% de media europea, ni que el transporte produzca el 35%, cuando la media europea es del 21%, y esto, sin contar los gases emitidos en los viajes de los turistas, ni una parte de los generados por nuestras importaciones y exportaciones, aunque sí el transporte terrestre, al que se debe casi el 28% de nuestras emisiones, en buena parte debido a nuestro desequilibrado, concentrado y disperso sistema urbano, que hace ineficientes los sistemas de transporte de energía, agua, bienes o personas y obliga al 93 % de los ciudadanos a utilizar su propio coche para acceder al trabajo y los servicios o que motiva que El Hierro, una de nuestras islas ecológicas, ostente el record del Estado en número de vehículos por habitante, con 77 por cada 100 personas. Estas cifras significan que nuestra contribución a la mitigación del cambio climático requerirá un compromiso personal e intransferible de cada residente y de cada turista, para reducir su consumo de electricidad y agua, y para disminuir o colectivizar su necesidad de moverse, para lo que tendrá que exigir de las administraciones la adopción de medidas territoriales y de transporte.
Y son estas circunstancias territoriales y esta socialización de la responsabilidad, las que determinan hacia dónde tenemos que dirigirnos en este obligado y crítico viaje hacia otro mundo posible.
II. A dónde vamos.
Nuestra meta, e incluso el camino a recorrer para alcanzarla, vienen marcados por la identidad entre nuestra lucha contra el cambio climático y el avance hacia un modelo de desarrollo menos insostenible. En Canarias, el objetivo de reducir el consumo de recursos no renovables, incluido el territorio, mediante el ahorro y el uso eficiente, converge plenamente con el objetivo de mitigar el calentamiento; decrecer nos permitirá ser más sostenibles y menos emisores, al mismo tiempo y por el mismo precio.
Consumir menos agua y electricidad, rebajará el volumen de nuestras facturas y de nuestras emisiones. Hacer más sostenible nuestro territorio permitirá disminuir la movilidad y, por tanto, mitigar nuestra contribución al cambio climático. Utilizar eficientemente ese territorio exigirá evitar la artificialización de los suelos con mayor capacidad agraria, y ponerlos en cultivo con destino al consumo interior, con la consiguiente reducción del transporte exterior, las emisiones y la vulnerabilidad.
Esta identidad de objetivos, permite también definir al punto de llegada como una suma de metas ambientales, económicas y sociales.
La finalidad ambiental ha de ser, obviamente, la conservación de nuestro patrimonio natural y cultural, la realización de las actuaciones, las infraestructuras y los corredores ambientales necesarios para reparar, en lo posible, los daños que hemos provocado en nuestro entorno, especialmente en los últimos años, y lograr que nuestra biodiversidad y paisaje sean más resistentes a los cambios que ya se están produciendo, a las sequías y plagas, a la erosión y la pérdida de suelos.
Desde una perspectiva territorial, el objetivo no puede ser otro que la implantación de un modelo menos insostenible, más compacto y equilibrado, un medio urbano más confortable y bello, unas ciudades que consuman menos suelo, energía y agua, que ofrezcan servicios mejores y más cercanos, y viviendas adaptadas a nuestro clima, eficientes energéticamente, habitables y cómodas. Y, para lograrlo, será necesario contener la expansión de nuestras grandes aglomeraciones capitalinas y litorales, potenciar los núcleos intermedios, y preservar y recuperar los valores naturales, paisajísticos y agrarios.
Y así, también contribuiremos a alcanzar los objetivos económicos, a mantener el turismo como locomotora de nuestro desarrollo, sumando a los atractivos actuales el incentivo de nuevas políticas, servicios y actuaciones ambientales, que compensen la conciencia y el bolsillo de nuestros visitantes, perjudicados ambos por un viaje contaminante y cada vez más caro.
Pero, sobre todo, el objetivo será aprovechar la ingente capacidad intelectual acumulada en los últimos años, usar eficientemente a la generación mejor preparada y más desaprovechada de nuestra historia, para desarrollar nuestra economía, convertir las islas en laboratorio de referencia para la investigación del clima, la biodiversidad, el ciclo del agua y las energías renovables y, aún más, la adaptación biológica, alimentaria, sanitaria, edificatoria y territorial al cambio climático; para asumir el papel que ofrece y demanda nuestra geografía y acometer con intensidad el codesarrollo y la colaboración con nuestros vecinos del continente africano.
Evidentemente, cambiar los hábitos de una sociedad no es una cuestión de años, ni de una sola generación, como no lo es transformar un sistema económico o territorial, ni mitigar el cambio climático; pero, precisamente por eso, es necesario que, al menos, no se repitan los errores ni se fortalezcan las tendencias ambientales, sociales y económicas negativas, para poder mantener la esperanza de que, finalmente, es posible modificar los modos de habitar, moverse, consumir, vivir.
III. Por dónde.
El mayor reto es, justamente, cómo modificar la situación, por dónde llegar hasta ese mundo posible. En los días anteriores se ha abordado la necesidad y urgencia del cambio. Ya sabemos que tenemos que ponernos todos en marcha y, más o menos, hacia dónde debemos dirigirnos, pero la pregunta clave es ¿por dónde?
Aquí, en Canarias, se han estado explorando caminos y desarrollando experiencias. Destaca la labor de los grupos ecologistas y las iniciativas de varios ayuntamientos y algún cabildo, generalmente a través de la formulación y desarrollo de Agendas 21 Locales, pero pocas veces las iniciativas alcanzan el nivel de convicción, continuidad, intensidad y expansión necesario para implicar a una parte relevante de la ciudadanía, y las crisis no están esperando a que nos caigamos del caballo: sigue cambiando el clima, el petróleo sube de precio y se agota, se encarecen los alimentos básicos, se incrementa la desigualdad en la distribución de los recursos del planeta y aumenta el número de personas que no tienen acceso al agua potable y los sistemas de saneamiento, que sufren enfermedades y hambre, guerras y miseria. Y nosotros, entre tanto, avanzamos lentamente.
a. la tendencia.
Y no solo avanzamos lentamente; también retrocedemos. Y retrocedemos especialmente en el ámbito de nuestro recurso natural básico, el territorio, que continúa siendo el mejor indicador del compromiso de cambio en Canarias. Un recurso que es considerado, por buena parte de la población y las administraciones, como un mosaico de valiosas parcelas, un objeto de especulación, un soporte de actividades económicas y un yacimiento de votos. Es una visión que tiene orígenes y justificaciones históricos, sociales y políticos; pero lo relevante es que está ahí y actúa sobre el territorio, nos guste o no. Y dentro de esta visión, la ordenación constituye un momento y una actividad cruciales: es el semillero de la futura zafra. Están convencidos de que la clasificación de suelo industrial traerá nuevas naves y puestos de trabajo al lugar más remoto, que la previsión de suelo residencial atraerá nueva población a los municipios interiores vacíos, que la promesa de una zona turística terminará alicatando cualquier barranco costero.
Y así, cada se sigue ocupando territorio y de forma dispersa, aumenta el abandono de la ciudad consolidada, la colonización del suelo rústico y la ineficiencia del sistema territorial: según los datos de la empresa oficial de cartografía, Grafcan, en los 15 años transcurridos entre la publicación del informe de Naciones Unidas sobre Nuestro Futuro Común y la celebración de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible Río +10, en Johannesburgo, es decir, entre 1987 y 2002, en Fuerteventura casi se triplicó el suelo ocupado por la edificación, la urbanización y las infraestructuras. Fíjense: desde principios de 1400 hasta 1987, se fueron construyendo casas, caminos y, más tarde, carreteras y urbanizaciones. Y a continuación, en solo 15 años, en la cuadragésima parte del tiempo de historia transcurrido hasta entonces, se artificializó 2 veces más suelo que en los 600 años anteriores. La población solo se duplicó en el mismo período, que también es un índice de crecimiento social traumático. Y aquí, en Tenerife, al igual que en La Gomera, se ocupó en esos mismos 15 años la mitad del suelo que se había artificializado en los 500 años anteriores, cuando la población no aumentó más que un 27% y un 10%, respectivamente.
El proceso se ha incrementado en los últimos tiempos, con la excusa de la crisis económica y la evidente obligación de combatir el desempleo. Sirve de pretexto para reforzar la supuesta e impuesta necesidad de infraestructuras multimillonarias, que no afectan al empleo ni tienen asegurada su financiación ni, menos aún, su mantenimiento: nuevas autopistas trazadas sobre terrenos de alto valor agrario o natural; nuevos puertos que entierran ecosistemas esenciales para la vida marina; nuevos trenes que cuentan con alternativas más económicas, eficientes y mejor adaptadas a nuestro sistema urbano; nuevas pistas de aeropuertos que, huérfanos de una adecuada gestión, ven cómo, semana tras semana, se suceden los días de agobio con los vacíos de actividad. El paradigma puede encontrarse en la tercera pista del aeropuerto de Gran Canaria, cuya más que dudosa necesidad obliga a desviar una autopista de 6 carriles y a desplazar a 5.000 personas hacia lo que es, todavía hoy, un hermoso lomo poblado de tabaibas.
Todo vale contra el territorio. Vale la aprobación de leyes a la medida para implantar colegios privados en suelo rústico, campos de golf en espacios protegidos, asentamientos residenciales donde sea menester y, sobre todo, parques tecnológicos y polígonos industriales en cualquier lugar, menos en los 8 millones y medio de m2 de suelo industrial que, según el inventario realizado por la empresa pública Gesplan a finales de 2007, se encuentran perfectamente ordenados y vacantes en el archipiélago.
Pero hacer leyes por encargo o incumplir las que están en vigor no es suficiente, también la crisis se aprovecha de un poder público cada vez más pusilánime para reclamar un retroceso aún mayor en las políticas públicas de protección ambiental y territorial. Conocedores y, en buena medida, generadores de la debilidad del contrario, grupos económicos han intensificado la ofensiva neoliberal en las últimas semanas, ante la proximidad de las elecciones. El armónico coro ha aumentado el ritmo y el volumen de su canto, alternando los tenores, de voz más directa y clara, a veces hasta estridente, con los barítonos, con su registro más oscuro, pausado y profundo, pero entonando todos la misma exacta partitura: facilitar aún más el consumo de nuestro recurso natural esencial, el territorio.
b. romper la tendencia.
Pero si no podemos permitirnos el lujo de esperar, sin hacer nada, mientras el cambio avanza, menos podemos admitir que la deriva regresiva se consolide. Hay que romper la tendencia y no abandonarse al fatalismo de que no hay nada que hacer o al providencialismo de que algo pasará, finalmente, que evite que la humanidad se destruya a sí misma o, sin llegar tan lejos, que los canarios provoquemos o permitamos la destrucción de nuestro patrimonio. Debemos de ser conscientes de que somos la última defensa posible de quienes no pueden defenderse por sí mismos: las generaciones futuras, únicas legítimas propietarias de ese patrimonio, que nosotros deberíamos haber incrementado para ellas, en lugar de estar cavilando cómo evitar que se nos esfume entre los dedos.
Es difícil, es muy difícil. Si tuviéramos un gran sector económico responsable de la mayor parte de las emisiones y de la insostenibilidad de nuestro pequeño mundo, lo podríamos tener igual de difícil, pero, al menos, lo tendríamos claro; pero no hay nada de éso, sino una enorme responsabilidad social, totalmente indelegable. Convencer, implicar, movilizar, transformar, son palabras hermosas que nos rejuvenecen un montón, pero no hay que olvidar una característica esencial que falta, para completar la pintura del camino hacia ese otro mundo posible, y es la escasa afición al ejercicio de esta sociedad nuestra. Ha sido un proceso lento pero inexorable de desmovilización el que nos ha llevado desde los agitados años 70 del pasado siglo hasta esta década, en la que el grupo humano del que formamos parte está en un 75% en desacuerdo con la reforma laboral y en un 90% en desacuerdo con el retraso de la edad de jubilación, según el último sociobarómetro del Consejo Económico y Social de Canarias, pero no se moviliza contra una ni otro, como no lo hace contra una tasa de paro que ya roza el 30% y que casi alcanza el 50% entre los menores de 25 años. Y si no se mueve por el desempleo, que constituye la máxima preocupación de casi el 70% de la población canaria, ¿cómo lo va a hacer por un tema ambiental, que era considerado por los encuestados como el último de los 13 problemas planteados y solo preocupaba al 0’3% de ellos?
Yo no creo que esta circunstancia tan nuestra, al menos en su dimensión, obedezca fundamentalmente al interés de partidos políticos mayoritarios ni a la herencia de un pueblo colonizado y aculturizado durante siglos, aunque una y otra influyan; me inclino más por la tesis de los historiadores sociales, que afirman que la mejora de las condiciones de las viviendas y, sobre todo, el acceso al ocio, la comunicación y la información desde el interior de nuestras casas, ha ido despoblando el espacio público y colectivo que propiciaba el encuentro y el movimiento social, vaciando las calles y plazas, los casinos y los locales de las asociaciones políticas, obreras, vecinales o ambientales. Y señalan que en esa misma ola se ha deslizado una transformación radical de objetivos, actitudes y costumbres sociales, impulsada por un arrollador consumismo. El pan y circo que despachaban los romanos, las religiones que tomaron el relevo como narcóticos sociales, el deporte que utilizó la dictadura para entorpecer las tímidas movilizaciones del primero de mayo, todo se ha quedado chiquito ante el efecto paralizante de las consumopatías, los centros comerciales y el ocio individual e individualista.
¿Qué hacer? Aquí quisiera ver yo al viejo Lenin planteando otra vez la pregunta. Pero aquí, por suerte, solo estamos nosotros para formularla, y Stéphane Hessel y José Luis Sampedro para respondernos con una fórmula atractiva e inicial: indígnense, nos dicen, desde su enorme y nonagenaria dignidad. Efectivamente, tendremos que indignarnos e indignar para romper el efecto de la droga. Y otros nos van completando la respuesta, enseñándonos cómo pueblos más paralizados y narcotizados que nosotros, por el miedo más que por el consumo, han sabido usar eficazmente los medios de comunicación destinados a aislarnos para comunicarse, convocarse y extender su indignación personal, transformarla en colectiva y convertirla en una insurrección tan pacífica como implacable. Y han triunfado, al menos por ahora y en algunos sitios. Pero, en todo caso, han abierto caminos nuevos.
Nosotros tenemos razones sobradas para indignarnos: no es sólo el desmontaje del estado del bienestar, el pago colectivo de una fiesta privada a la que nunca estuvimos invitados, la interminable claudicación política ante los mercados y los grupos económicos; se trata de una clase dirigente incapaz de formular ideas esperanzadoras, de afrontar los retos globales a los que nos enfrentamos, de liderar un cambio imprescindible y urgente, de defendernos; se trata, sin dramatismo alguno y si no lo remediamos, del fin de nuestro mundo, tal como lo conocemos, y del comienzo del oscuro mundo de nuestros nietos y los nietos de nuestros nietos.
Para remediarlo, tendremos que sumarnos a quienes ya caminan y emprender, con ellos, una decidida acción cívica, tanto a nivel personal como social. En el nivel personal, junto a la indignación, necesitamos el ejemplo y la acción individual para transformarnos, en primer lugar, a nosotros mismos. Y no es infantil ni gratuito reclamar el ahorro y la eficiencia en el uso de la electricidad, el agua, los residuos, el coche, el transporte público, las piernas. Y ha de formar parte de nuestra personal insurrección la colaboración con quienes no tienen la suerte de afrontar el cambio global en un país desarrollado, y el cambio en nuestra forma de comprar, alimentarnos, leer el periódico, interpretar el mundo, compartir nuestra indignación con las personas de nuestro entorno o emplear eficazmente nuestro voto, nuestro raquítico pero real derecho democrático, en favor de quienes hayan demostrado efectivamente, y no solo con palabras, su compromiso con los objetivos del cambio, el clima y la defensa del territorio.
Pero es en el nivel social, evidentemente, donde tendremos que desplegar todo nuestro potencial de indignación. La capacidad de movilización, acción y convicción de minorías centradas en objetivos concretos, como las organizaciones no gubernamentales, se ha demostrado mucho más efectiva que la de organizaciones generalistas, como los partidos políticos. Las organizaciones ciudadanas, cuando no se cierran en sí mismas, hacen gala de una flexibilidad organizativa, frescura y creatividad de la que suelen carecer los grupos más jerarquizados. No importa cuál sea el objeto aglutinador del colectivo en el que decidamos participar: ambiental, vecinal, sindical, asistencial, cultural, educativo, lúdico o incluso político; la cuestión es su capacidad de debate, participación y actuación, en la medida en la que cada cual y todos juntos estén dispuestos a implicarse en determinados aspectos o en la generalidad del proceso de transformación.
¿Y cuál es el ámbito más adecuado para actuar? La respuesta ortodoxa, en tiempos ortodoxos, nos llevaría al municipio, y no sé si a la familia y al sindicato. Pero no estamos ya en tiempos ortodoxos: cualquier ámbito podría ser eficaz, cualquier medio puede ser útil; la cuestión es contactar y confluir con otros, conformar minorías activas. Y, aún así, tampoco va a ser fácil y puede que perdamos o que nos perdamos, y que tengamos que volver a experimentar y a converger. Por eso, tendremos que usar todas las herramientas y aprender de todas las experiencias cercanas y lejanas, porque la indignación y la insurrección pacífica son solo un medio, un arma, pero la transformación social, ambiental y económica hay que construirla antes, mientras y después de indignarnos y alzarnos. Y hay que construirla con mimo, para no defraudar ni desesperanzar a los que se indignen junto a nosotros, para ilusionar y mover a la mayoría cívica.
Y en la construcción tendremos que intentar sumar a las administraciones más cercanas a los ciudadanos, y aprovechar su capacidad de comunicación, organización y acción, imprescindibles en un proceso de transformación social tan amplio y difuso. Y como no se trata de ejecutar planes quinquenales, sino de mover a una sociedad, hay que fijar utopías alcanzables, definir metas sucesivas y graduales, programarlas en plazos verificables y explicarlas en documentos participativos, simples, claros e inteligibles. Y estas condiciones nos devuelven a la confluencia del avance hacia un modo más sostenible de desarrollo y de la lucha contra el cambio climático: no sólo hay una identidad de objetivos, sino una identidad de procesos, y podemos aprovechar las herramientas de planificación del desarrollo sostenible, las agendas 21 locales, su forma democrática de elaboración, mediante sucesivos y progresivos escalones de debate ciudadano y elaboración técnica, y su puesta en práctica por medio de asambleas, mesas y grupos de trabajo en los que participan tanto personas a título individual como grupos organizados de diferente tipo, desde AMPAs a clubs deportivos.
En este sentido, la experiencia del municipio de Woking es particularmente didáctica: tiene una Agenda 21 desde 1993, con su plan de acción, sus mesas de trabajo y sus asambleas generales cada tres meses, y dispone también de una Estrategia 2008-2013 de cambio climático, que cabe en un atractivo librito de 47 páginas en el que se detallan 65 acciones programadas para su ejecución en 1, 3, 5 y 10 años, y agrupadas en 10 temas clave, el último de los cuales, referido a la comunidad y los residentes, conecta directamente la Estrategia y la Agenda 21.
IV. ¿Es posible otro mundo, aquí?
Y aún no he respondido a la pregunta de si es posible otro mundo, aquí. Tengo que volver al principio: nuestra obligación es contestar que sí, y actuar en consecuencia. Lo que pretendía resaltar es que aquí vamos a necesitar un esfuerzo mayor, una mayor capacidad de indignación y acción, porque nuestra transformación exige una respuesta social más amplia y porque tenemos un enorme legado que defender. Cada pueblo tiene que construir su propio camino, partiendo de sus propias realidades hacia sus propias necesidades, aprendiendo de todos, para poder confluir con todos en un mundo nuevo.
Pero no podemos perder de vista el reloj: las crisis continúan avanzando hacia nosotros, sobre nuestros vecinos, el tiempo juega en contra nuestro y, sobre todo, en contra de nuestros descendientes, los dueños de la Tierra. Por eso, ya va siendo hora de indignarnos, de encontrarnos, de actuar, porque si no conseguimos transformar nuestro mundo, fracasaremos nosotros y los arrastraremos a ellos en nuestro fracaso. Y esta vez no hay alternativa porque, como concluye Eric Hobsbawm su Historia del Siglo XX, “el precio del fracaso, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.”