Javier López-Cepero
Terminadas las tres semanas de vacaciones en Uruguay, y ya de regreso en este hemisferio, en esta orilla del Atlántico y en este verano que nace potente, no viene mal pasar a negro sobre blanco algunas impresiones de aquellos días para que los amigos que me preguntan, y algunos de los que no lo hacen pero que pueden estar interesados, se hagan una idea de aquel contexto, no demasiado conocido, pero que merece un hueco en la memoria aunque sea pequeño como realmente lo es ese país de apenas 3 millones de habitantes (la mitad en la capital, Montevideo) que se asoma al Atlántico sur tímidamente aplastado entre Brasil y Argentina.
A pesar de esos datos físicos, deben saber que este país nos lleva bastante delantera en algunos aspectos. Hace más de un siglo, a primeros del XX, con el gobierno de José Batlle y Ordóñez, se promovieron en este país leyes como la que fijaba un máximo de 8 horas diarias de trabajo, el derecho al divorcio (que podía ser solicitado por voluntad de la mujer, que consiguió el derecho al voto en 1917), se abolió la pena de muerte, se implantó la educación laica, totalmente gratuita, obligatoria y universal, y esto incluye que los estudios universitarios sean gratuitos hasta el día de hoy, y otras características que asociaríamos a logros mucho más recientes en nuestros ambientes.
Sin embargo, allí también pasaron por una etapa de dictadura militar, entre 1973 y 1985, que se terminó curiosamente con un plebiscito propuesto por el propio estamento militar en el que se votaba reformar la Constitución para perpetuarse en el poder y, se dio la paradoja de que el pueblo dijo que de eso nada y ellos lo aceptaron. Comenzaron unas negociaciones con los partidos políticos para consensuar la transición, celebrándose elecciones en noviembre de 1984. El presidente elegido entonces, Julio María Sanguinetti, aún escribe algunos artículos en el diario “El País” (el de aquí, allí hay otro que se llama igual y es igual de condescendiente con el que manda…)
Desde 2005 gobierna la izquierda, un conglomerado de agrupaciones de partidos fundado en 1971 con el nombre de “Frente Amplio”, y redenominado hace unos díez años como “Alianza Progresista”. El actual presidente, Pepe Mujica, es un agricultor de 74 años, exguerrillero tupamaro, con 7 balas en el cuerpo, 14 años de cárcel (no precisamente con móvil, jacuzzi y TV satelital) en la época de la dictadura, y un verbo fluido que no siempre filtra, lo que le está generando algunos problemas a la estabilidad del gobierno, ya que no siempre coinciden las opiniones espontáneas y públicas del presidente con las líneas oficiales de pensamiento que requieren algo más de debate, consenso y redacción. Dentro de su línea, sin embargo, se debe admitir que es un hombre coherente con sus ideas, y que al asumir el poder continuó viviendo en la misma finca humilde donde cultiva claveles y hortalizas, y que renunció en forma permanente al 85% de su sueldo para destinarlo a fines sociales.
Volviendo a sus controversias con el resto del partido, existen ciertos indicios (o crecientes evidencias, según la posición relativa del opinador) de que la forma de orientar el gasto, las políticas y las prioridades del gobierno responden más a los criterios que marca la economía puntual (ingreso a cualquier precio, ya sea vendiendo ganado en lugar de productos cárnicos elaborados, promoviendo el desembarco de inversores chinos para comprar un alto porcentaje de las explotaciones mineras, o la instalación de una fábrica de film para uso alimentario), sin que nadie ose, desde arriba, comentar los efectos negativos –¿les llamamos externalidades?- que pueden venir a consecuencia de esta especie de entrega generosa.
Política e historia al margen, desde la última vez que vinimos, en junio de 2009, he notado algunos cambios nada positivos, como el aumento del número de coches o el auge de la construcción, que no de la re-construcción, y eso que Montevideo necesita un lavado de cara, ya que según dice Ana permanecen los mismos “pozos” (desconchones) en las “veredas” (aceras) que cuando ella iba al colegio. Pero lo más preocupante es el taimado desembarco de algunas “ONG” que en España conocemos bien como el BBVA, el Banco de Santander o Movistar, que se van comiendo cuota de lo que antes eran empresas locales. Ese culto al consumo desaforado que se vivió en España hace 4 o 5 años, empieza a asomar el hocico aquí abajo en forma de préstamos sin dificultades que incluso se anuncian por megafonía desde los coches que recorren la avenida Dieciocho de Julio, arteria principal de la ciudad, tarjetas de pago que acompañan descuentos (de manera que se compra por el descuento, no por la necesidad o conveniencia del artículo), Blackberries a precios irrisorios que inducen a todo ciudadano a estar permanentemente conectado… Y es curioso también que cuando los precios superan un cierto nivel, ya no se habla en pesos, sino en dólares USA. Un escaparate de una tienda de instrumentos musicales me dio la pauta cuando unos humildes tambores de candombe estaban marcados en 2000 $ (pesos, al cambio unos 70 euros) pero una guitarra Ibañez (se iba ya a 300 US$.
Claro que esto choca frontalmente con las dificultades que debe tener aquí la gente para vivir y digo debe porque todo el mundo se esforzaba en hacernos estos días lo más gratos posibles. Los sueldos son muy bajos, no nos equivocamos si dividimos por 3 los salarios habituales en España. Me hablaban de un salario mínimo de 260 €, pero un café cuesta 45 pesos (1,66 euros), un periódico 40 (1,50), la gasolina está al precio de Canarias (1,10) y la comida básica tampoco es muy asequible, un menú del día estándar ronda los 8 o 9 €. Esto hace que se potencie –al menos hasta ahora…- el aprovechamiento de los recursos (he visto un casquillo de portalámparas como los que había en mi infancia en Cádiz, cualquier trozo de alambre es una herramienta en potencia y en las “ferias” o mercadillos puedes encontrar objetos que mi mente europea y consumista no alcanza a entender para qué sirven o quién puede comprar). En el “ómnibus” (guagua… o perdón, autobús para los no canarios) suben habitualmente vendedores que te ofrecen, con una bella letanía publicitaria, goma de mascar americana 3 paquetes 10 pesos calcetines de caballero 3 pares 10 pesos maní con chocolate un paquete 10 pesos y las figuras de Peñarol Nacional o la selección a sólo 5 pesos… a mí no me salen las cuentas de que se pueda vivir así, pero la gente sale adelante, a pesar de todo. Aquí se materializa y palpas uno de los sabios versos de Aute, “vivir es más que un derecho / es el deber de no claudicar”.
Me llevo la impresión también de que lo poco que hay se comparte, y esto incluye el trabajo. Me explico. Allí te encuentras a 3 o 4 personas haciendo lo que en la vieja Europa sería el trabajo de una sola. Te subes al autobús y hay un chofer y un cobrador. En el supermercado hay cajeras en todas las cajas, varios vigilantes, y varios vigilantes que vigilan a los vigilantes… Vas a un bar y hay cinco camareros tras la barra. Claro, el negocio no da para todo, pero la propina se divide entre cinco y todos llevan algo.
Esta supervivencia forzada tiene como contrapunto que esa necesidad interna de buscar la belleza se satisfaga con eventos tan simples como el contraste de colores de una petunia (oyes por la calle “mirá que lindo, qué belleza…!” y es eso… una petunia o las hojas de un ciprés calvo), el baile de las brasas en una “estufa de leña” (chimenea preparada, cómo no, para plantarle una parrilla y dar su merecido a varios trozos de vaca o cerdo). Y te replanteas los parámetros de lo que es importante, necesario, accesorio… cuando descubres que la máxima aspiración puede ser caminar en un atardecer por la Rambla (paseo de 17 km al borde del mar, playa inmensa), o sentarte a tomar mate en la Plaza Matriz porque por fortuna hoy no llueve y no hace demasiado frío, nada que no pueda atajar un “saco” (jersey) tejido por tu madre o tu esposa, porque la ropa o te la compras en Zara y sus secuaces (y te cuesta medio sueldo mensual) o es de manufactura china y apenas dura un invierno, y eso no es económico.
Hay además una riquísima vida cultural, más de 80 obras en cartel en Montevideo, en multitud de salas, desde el gran Teatro Solís, centro y referencia a la entrada de la Ciudad Vieja, hasta pequeños locales con obras casi domésticas en su concepción, que no en su calidad. Hay conciertos, exposiciones y lo que es más impactante para un europeo narcotizado como este gaditano que escribe: la gente piensa, debate, opina, critica, propone… y juega al ajedrez en la calle. Un inciso universitario-agronómico: visitamos la Facultad de Agronomía, y más que la finca experimental de 300 ha que se autofinancia con sus producciones, o más que el hecho de que la Universidad haya desarrollado y produzca para vender semillas de cebolla, lo que más me impactó fue que ya caída la tarde el campus estaba lleno de grupitos de profesores y alumnos debatiendo, opinando, construyendo ciencia, conocimiento y divulgación. Me dio un poco de vergüenza ajena, pero me consuela pensar que el futuro de este país puede estar en eso, en la participación, en la opinión, en el debate. Tengo un amigo que dice que el futuro está en América del Sur. Y eso se fundamenta en estas actitudes tan alejadas del pasotismo y la inacción que, indignados al margen, son tan habituales a este lado del charco. Esto se completa con otra manifestación cultural como son las librerías algunas emblemáticas como “Puro Verso” y otras pequeñitas pero con los escaparates que se extienden hacia la acera, igual que el vendedor de manzanas o zapallos saca su mercancía para que la vea el cliente, así los libros invaden o mejor comparten el espacio del peatón.
Para un espíritu simplón como el mío, la felicidad se toca tomandote un café en el Café Brasileiro, encantador local de 1870 donde disfrutas de un ambiente similar al del madrileño Café Gijón sin que te saquen las pestañas, además de que sólo hay 3 o 4 mesas ocupadas. O haciendo desparecer un “pancho” (perrito caliente) que te vende un señor que pasea su artrosis detrás de un carrito mientras te cuenta que le fue mal el negocio de víveres que regentaba y tuvo que refugiarse en esto. Y sobre todo, sorbiendo el mate, amarga infusión que no te engancha por sus componentes, sino por su contexto. Cómo negarse a una bebida que pierde su sentido si no se comparte, y que exige de la persona que lo ceba, poco a poco, con agua caliente tras cada sorbo, el mimo y la aplicación de dejarlo en perfecto estado para el siguiente en la cadena. No llego a la dependencia que allí se ve de perder un brazo para la vida civil cotidiana porque llevas bajo el mismo el termo, el mate, la bolsa de yerba, la bombilla para tomarlo… pero sería difícil vivir sin mate. Cada vez tengo más claro que si mi tesis dejó de ser un proyecto fue gracias a los ultimatum de Antonio Bello, a los empujones en la sombra callada de Ana y… a los mates que me calentaron las últimas madrugadas del otoño de 2009 en la redacción final.
En definitiva, la adaptación es el secreto de la inteligencia y la felicidad. La vida puede ser lucha, mate, asado, dulce de leche, equilibrios para llegar a fin de mes, frío, paseos por la Rambla y eterna confianza en que gane “la celeste”. Y con esos ladrillos se puede construir una calidad de vida que se basa en valores reales y solidarios. Unos días en Uruguay que me han servido para matizar y afinar la referencia de lo que es importante y lo que no, de las cosas por las que merece la pena preocuparse y de los problemas de los que te puedes reir porque son insignificantes si los comparas con el equipaje que llevan a cuestas otros que simplemente no han tenido la suerte de cara al elegir su naipe…
Termino. Gracias por recibir estas imágenes que comparto con Vds., nacidas de mis impresiones en este “paisito” donde el frío viene del sur, y la luna creciente está al revés.
Pueden creerme.
Javier López-Cepero, uruguayo consorte
junio 2011