Notas para la presentación de Rincones del Atlántico nº 8. Arquitectura y Paisaje. Tomo II

Notas para la presentación de Rincones del Atlántico nº 8. Arquitectura y Paisaje. Tomo II

Cabildo de Tenerife. 23-6-2014

Por: Fernando Sabaté. Geógrafo, profesor de la ULL y activista social

Hay personas a las que se recurre para dignificar la presentación de un libro: su sola presencia cualifica la acción de presentar en público la obra. En este caso sucede justo al revés: es uno quien se siente dignificado por la invitación a presentar un trabajo de esta envergadura, de esta calidad de contenidos y de formas.

La aportación que quisiera hacer en este encuentro tiene que ver con reflexionar, desde el presente, sobre la utilidad actual de la cuestión que aborda este trabajo. Este libro es un estudio minucioso, espléndido, que desvela una parte de la memoria del pasado: la que tiene que ver con la forma en que las personas en Canarias resolvieron la necesidad de disponer de un hábitat aceptablemente digno; la manera en que transformaron y adaptaron el medio para atender las necesidades humanas de manera que esa adaptación fuera perdurable a largo plazo; el modo en que llevaron a efecto la construcción social e histórica, en definitiva, del territorio y el paisaje, que tiene en la arquitectura una de sus piezas más destacadas (aunque no la única).

Por tanto, la pregunta es: ¿para qué nos sirve hoy la arquitectura popular tradicional, la arquitectura vernácula? ¿Tiene algo útil que aportarnos, más allá de la mera curiosidad intelectual (o alguna otra finalidad más o menos secundaria) en relación con nuestros dramas económicos y sociales actuales, nuestras deliberaciones y debates colectivos? ¿Tiene algo que ver con los sueños y anhelos propios de un presente atenazado por los problemas locales y globales de la sociedad contemporánea?

Pero antes de responder a esa pregunta, me permito recordar que hay otra respuesta automática y frecuente frente a una arquitectura ya desaparecida o en trance de desaparición, pero que evoca un mundo todavía reciente; tanto que parece como si aún pudiéramos ‘acariciarlo con la yema de los dedos’. Esta respuesta es la nostalgia. Quisiera dedicar un instante a reflexionar sobre este particular.

La nostalgia constituye, con seguridad, un sentimiento humano elemental: cuando sufrimos una pérdida dolorosa, material o personal, necesitamos un lapso para acomodarnos a la nueva situación. Éste es el fundamento de la institución del luto, que existe en muchas culturas, y que no significa sólo que las personas dolientes vistan –o no– un determinado color, o que practiquen unos rituales u otros, sino sobre todo que dispongan de un espacio y un tiempo de distanciamiento y adaptación, en parte solas y en parte arropadas por los seres queridos y asistidas por la comunidad. También advierte la experiencia (y corrobora la investigación psicológica) que la pérdida hay que trascenderla, no instalarse en ella de manera permanente. Quedarse instalado en la nostalgia paraliza la creatividad y el potencial del ser humano, constituyendo un grave error.

Sin embargo, desde el respeto (y la indignación compartida) por la pérdida del patrimonio edificado vernáculo quisiera compartir otra respuesta. Ésta es que la arquitectura vernácula contiene en potencia muchas claves para imaginar, recrear y desarrollar alternativas a los problemas contemporáneos de la gestión del territorio, incluyendo dentro de él a las personas que lo habitamos. Alternativas que no se deben verificar de forma aislada, sino en estrecha relación unas con otras, y con el conjunto de los problemas sociales, económicos, culturales y éticos que hoy (y quizás siempre) enfrentamos.

Lo trataré de detallar a través de siete aspectos.

  1. La arquitectura vernácula hizo siempre un uso conservacionista adecuado de los recursos territoriales. Ocupó con sus construcciones y edificaciones los suelos menos fértiles, más duros y pedregosos, casi siempre incapaces de engendrar –de una forma u otra– alimentos u otros medios básicos para la reproducción social de la comunidad. Nunca hubiera tolerado la sociedad popular tradicional que se levantara una casa, una bodega, un pajero, un almacén, un establo, un aprisco o un simple goro de cochinos encima de alguna tierra de calidad cuanto menos aceptable, encima de la madre tierra que había demostrado ser capaz de nutrir a lo largo del tiempo a esa comunidad humana que la trabajaba con sus manos y con su cerebro. En general, no existían ni hicieron falta normativas institucionales de planificación del territorio, ni sistemas de policía urbanística organizados desde el aparato estatal: la simple vergüenza frente a la crítica colectiva impedía maltratar así a la madre. Aún más: es casi seguro que una posibilidad tal ni siquiera figuraba entre las opciones imaginables, puesto que desbordaba con creces los límites del sentido común compartido entre todas las personas. Algo semejante se podría decir de las demás ideas que sigo exponiendo.
  2. La arquitectura vernácula evitaba con sobrado acierto y experiencia acumulada los riesgos naturales previsibles. En sentido figurado viene a ser como el ‘negativo’ de la imagen dibujada en el punto anterior: por la forma en que ubicaba sus artificios sobre suelos firmes y seguros, alejados de laderas con dinámica de vertientes, fuera por supuesto de los cauces de barranco activos (o potencialmente activos en caso de lluvias torrenciales), distante de las mayores manifestaciones de la fuerza de las mareas, etc.
  3. La arquitectura vernácula utiliza materiales locales y sobradamente abundantes en cada ámbito local o comarcal. Esto conecta directamente con la espléndida diversidad del medio natural del Archipiélago, con la que fue coevolucionando desde la llegada de los primeros seres humanos al Archipiélago. De esa coevolución entre los seres humanos y el resto de la Naturaleza surge lo que algunas investigaciones denominan, con carácter universal, Diversidad Biológico–Cultural. En Canarias se puede ilustrar con múltiples ejemplos. Por citar sólo dos que expresan sendos extremos de una amplia horquilla de casos: desde las cubiertas de tablas de madera del Norte de La Palma (vinculadas a un ambiente subhúmedo donde la madera es accesible y copiosa), al sistema de techumbres con torta cruda de barro y paja que fue habitual en las dos islas más orientales (en las que sobraban arcillas en el fondo de ciertos valles y se obtenían cosechas suficientes de cereal de secano en los años menos duros, escaseando en cambio la leña para cocer tejas); evidencias, por tanto, de adaptación inteligente a materiales muy abundantes en medios contrapuestos. Frente a un futuro incierto marcado por escasez y costes crecientes de las energías de origen fósil, con todo lo que conlleva, reaprender a utilizar lo que está cerca y abunda puede constituir una gran lección.
  4. La arquitectura vernácula lleva plenamente incorporadas las pautas que caracterizan a lo que hoy denominamos, por ejemplo, arquitectura bioclimática. Con medios simples, locales y que tenían que ver sobre todo con el propio diseño previo, resolvía y alcanzaba niveles más que aceptables, por ejemplo, de confort microclimático. Esto era posible por la utilización, entre otros medios, de paredes gruesas (debido a una imposición técnica de la propia forma de aparejar piedra y barro, pero que finalmente resultan un aislante térmico excelente); la orientación de los huecos y del conjunto edificatorio frente a los vientos dominantes, sobre todo en las comarcas más azotadas por la brisa; la utilización de elementos vegetales –por ejemplo, un parral sobre el patio y la fachada de poniente– para aportar sombra (y fruta) en verano, al tiempo que deja que irrumpan los rayos solares en verano; o la espléndida combinación y optimación de ventajas que se obtienen excavando la vivienda cuando el sustrato lo facilita: estabilidad térmica a lo largo de las estaciones extremas, abrigo absoluto del viento (y silencio consiguiente), economía de recursos territoriales, materiales extraídos que sirven para otro uso (cantos, jable…). En definitiva, y de forma quizás más completa que en la definición inicial, la arquitectura vernácula interpreta y practica un uso muy eficiente del conjunto de los recursos y factores territoriales.
  5. La arquitectura vernácula se construye poco a poco, de manera orgánica; y de ese modo construye también y a la vez espacios que se desempeñan en conjunto como herramientas multifuncionales, que resuelven a menudo y de manera simultánea distintas necesidades humanas: una cubierta confiere cobijo a una vivienda, pero al mismo tiempo sirve para recoger agua de lluvia y conservarla en un aljibe; un camino hace lo propio y dispone de un rebosadero que cuando llueve riega unos árboles frutales; un patio es espacio de trabajo, pero también de reunión y sociabilidad; un conjunto de tiestos confiere belleza plástica pero también olfativa, y surte de especies aromáticas y medicinales la despensa familiar; una pared de piedra vista convenientemente orientada es también secadero que deshidrata los excedentes de determinadas cosechas para que perduren algo más en el tiempo.
  6. La arquitectura vernácula expresa bien, si se sabe interpretarla, el modelo social que la sustentaba. Es resultado, por una parte, de una sociedad fuertemente segregada y dual (en eso no hemos cambiado tanto), como ponen de manifiesto las casonas, las haciendas y las quintas que estudia de forma particularmente concienzuda Jesús Pérez Morera en su capítulo dentro de este trabajo. Pero también, en el caso de las arquitecturas de matriz más popular, que son siempre las mayoritarias, y las que ocuparon la atención principal del resto de las personas autoras de este libro (Sixto Sánchez para El Hierro, Ruth Acosta para La Gomera, Ana del Carmen Pérez para La Palma y María Lourdes Martín para el caso de Tenerife), lo que ponen de manifiesto para quien acceda a desentrañar su génesis, su lógica, su historia interna, es un modelo de sociedad profundamente convivencial y comunitaria; basada en la ayuda mutua, en el trabajo colaborativo, en la reciprocidad. Sin que eso suponga idealizar a una sociedad formada por personas, como las actuales, complejas e imperfectas, y atravesada por contradicciones sociales terribles, lo cierto es que se pueden aportar cientos de ejemplos que testimonian que la anterior caracterización de las comunidades populares es veraz. Y ese modelo social basado en la importancia que tenía la comunidad local tiene mucho que aportar para que imaginemos hoy de forma creativa alternativas a nuestra sociedad crecientemente atomizada e individualista; alternativas a este otro modelo social vigente, surgido de la asunción del credo fundamentalista que se ha dado en llamar neoliberalismo, que en el extremo provoca un desierto social donde nadie conoce a nadie.
  7. Por último: el esfuerzo de generaciones anteriores por humanizar el territorio a través, entre otros medios, de la arquitectura vernácula, obtiene un resultado estético que muchas personas coincidimos en considerar armonioso y bello. Pero ese resultado estético lleva incorporado y es inseparable a la vez –por las razones que se acaban de exponer (y también alguna otra)– de un proyecto ético, depositario de valores que podemos considerar perdurables y buenos.El sentido estético, es decir, lo que hace que de forma intuitiva una mayoría de personas consideremos algo bueno, correcto o armonioso, casi siempre coincide en la práctica con lo que es bueno, correcto y armonioso para la reproducción social a largo plazo: el empleo de materiales propios del lugar, el levantamiento de construcciones y artificios que por su buen acabado pueden durar mucho tiempo, la construcción de paisajes rurales bien adaptados a las condiciones ambientales. A menudo, valor estético, funcionalidad práctica y sentido ético no son, en el interior de una cultura vernácula, cosas diferentes: son la misma cosa. Comparto el criterio de Edward Goldsmith, uno de los pensadores ecologistas más radicales y reflexivos, cuando afirma que la intuición estética es también un medio esencial para aprehender y comprender la relación con el mundo circundante, así como para establecer vínculos emocionales con aquello que es importante[1]. De este modo, las cosas bellas tienden a ser, también, social y ecológicamente deseables.

Quiero terminar relacionando las reflexiones anteriores, y en particular esta última consideración sobre la ética, con el trabajo que el ciudadano Daniel Fernández Galván despliega desde hace años a través de la revista Rincones del Atlántico (mucho más que una publicación en papel, como evidente resulta).

La identificación de los medios y las personas más capaces para desarrollar cada tarea; el trabajo colaborativo, pero a la vez artesano, ’al golpito’, huyendo de las prisas (que como reza el tópico son malas aconsejadoras); la preocupación exquisita por los detalles, el compromiso en no cejar hasta encontrar la imagen precisa, el texto de encabezamiento adecuado, la fotografía cuya existencia se intuye pero que no es fácil de obtener; la obtención de un resultado final que es una joya estética y, al mismo tiempo, un tesoro ético; en definitiva, la inteligencia aplicada a un fin; son todos rasgos que asemejan la arquitectura vernácula (la de Canarias y la de cualquier parte) al coraje cívico de una persona como Daniel, primer y último artífice del libro que aquí se presenta.

 


[1] Goldsmith, Edward (1999): El Tao de la ecología. Una visión ecológica del mundo.

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